A lo largo de la historia de nuestra civilización
occidental, el cuerpo y el alma se han considerado, alternativamente, como
amigos inseparables y como enemigos irreconciliables. Recordemos que los
filósofos presocráticos afirmaban que el alma estaba alojada en el cuerpo como
en un destierro, encerrada como en una prisión o enterrada como en un sepulcro.
Es cierto también que, en la tradición cristiana, junto a la tesis apoyada en
las palabras del apóstol Pablo, que venera el cuerpo como templo del Espíritu Santo, ha existido
una corriente ascética que ha despreciado y maltratado el cuerpo,
considerándolo como ocasión de pecados y como fuente de vicios.
En la actualidad, tras las reflexiones desarrolladas
por los pensadores que han intentado superar la dualidad entre la mente y el cuerpo, ya apuntada por los griegos, se acepta
comúnmente que el cuerpo no es sólo la envoltura de
la persona humana, sino un elemento constitutivo de su personalidad; no sólo el
sustento biológico,
sino también un factor determinante del perfil psicológico y un cauce
inevitable para la integración social: el cuerpo hace posible y, en cierta medida,
determina el pensamiento, el lenguaje y los sentimientos. Podemos concluir
afirmando, incluso, que el cultivo del cuerpo es la senda indispensable para la
educación del espíritu. El
bienestar humano -tanto el personal como el colectivo- parte necesariamente de
la buena forma del cuerpo y del equilibrio de la mente. Si el cansancio, la
fiebre o el dolor repercuten en el estado de ánimo, el ansia, el estrés y las
preocupaciones, influyen negativamente sobre el funcionamiento de los órganos
corporales. Pero es que,
además, el cuerpo expresa, de manera directa, lo que la persona piensa, siente,
desea, teme, ama y odia.
Ya resulta un lugar común afirmar que el cuerpo constituye la
mejor definición de nuestra personalidad. Declara, de manera directa, no sólo
nuestro estado físico sino también nuestra salud mental: nuestro equilibrio
psicológico, nuestras ansiedades, nuestras aspiraciones y nuestras
frustraciones. Es el termómetro más fiel de nuestro bienestar. Consideramos,
por lo tanto, que es un error grave adiestrar el cuerpo para que, paradójicamente,
sirva como escudo que nos proteja de la posible comunicación e, incluso, como
blindaje que nos defienda de nuestros fantasmas interiores. Las raíces
profundas de este bloqueo, localizadas en una educación errónea durante la
niñez de algunas personas, han desarrollado un sistema automático de
desconexión tan potente que, cuando sienten alguna sensación agradable,
automáticamente cierran las ventanas de los sentidos y se colocan un corsé para
protegerse y para no sentir. Recordemos que Sartre decía, por el contrario, que
la caricia "no es un simple roce de epidermis sino, en el mejor de los
sentidos, una creación compartida...", al acariciar comunicamos nuestros
sentimientos e intentamos sentir lo que siente el otro.
José Antonio Hernández Guerrero
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