Todos los pueblos
huelen a nobleza y a hierba
húmeda donde pacen
rebaños de añoranzas,
huelen a abrazos tibios
y a roncas despedidas,
a afectos derretidos en
hogazas de pan
y a musgo del belén que
fuimos cuando niños,
huelen a llanto mudo y
a ausencias con hambre
de caricias, de gestos
nobles y metáforas
que tratan de explicar
quién o qué somos.
Todos los pueblos
huelen a recuerdos sin nombre
guardados en el baúl
sin llave que es el alma,
huelen al blanco humo
que escapa de una hoguera
encendida en medio de
esa nube gris
que forma un olivar
cuando amanece.
Todos los pueblos
huelen a tiempo detenido,
a la voz de un abuelo
que revela a sus nietos
como se amasa un beso o
un abrazo.
Todos los pueblos
huelen a nanas y a requiebros,
a inmortales afectos y
a remansos de río,
allí donde los besos
son más besos,
allí donde los versos se
ciñen a los árboles.
Todos los pueblos
huelen a historias de naufragios
y a guerras centenarias
donde el alma del hombre
se empeña en imposibles
y acaba embruteciéndose
por envidias atávicas y
recelos sin causa.
Todos los pueblos
tienen una cruz levantada
con agravios y
lágrimas, con desplomes y anhelos
y una hornacina sucia
con un Cristo que llora,
el mío, además, tiene
un cartel con mi nombre
y una foto del niño que
fui cuando soñaba,
en sus ojos tan grandes
brilla la melancolía
que me acecha con penas
cada vez que regreso.
Ramón Luque Sánchez
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