Imagen y artículo publicados en elfarodeceuta.es
A pesar de los
indudables progresos, aún quedan rincones en los que proliferan vicios
incompatibles con la dignidad humana.
Sin necesidad de caer en catastrofismos, hemos
de reconocer serenamente que, a pesar de los indudables progresos alcanzados
por la humanidad, aún quedan fondos tenebrosos de maldad en amplios sectores de
nuestro mundo contemporáneo y charcos encenagados en rincones oscuros de
nuestra sociedad avanzada. Es cierto que la humanidad, globalmente considerada,
ha progresado de manera ininterrumpida en los ámbitos científico, técnico,
económico, sociológico, jurídico e, incluso, moral. A pesar de los graves
problemas que padecemos en la actualidad, una consideración histórica
desapasionada pone de manifiesto que hemos superado trágicas situaciones de
mortandad, de enfermedad, de esclavitud, de injusticias y de guerras. También
podemos constatar cómo, en muchas partes de nuestro mundo, gracias al
progresivo imperio del Derecho, las relaciones sociales son más justas y más equitativas
las reglas económicas. De manera progresiva -y, a veces a costa de sangre y de
vidas- se va extendiendo la democracia apoyada en la valoración real de los
ideales de la libertad, de la igualdad y de la fraternidad.
Pero este
reconocimiento de los progresos logrados no debería impedirnos considerar el
abandono y el menosprecio de unos valores éticos que son imprescindibles para
el logro de una vida individual más digna y de una convivencia social más
justa. Debería llamarnos la atención, por ejemplo, la reticencia de muchos
intelectuales para abordar los temas relacionados con las virtudes morales y la
escasez en los medios de comunicación de unas críticas serias sobre la
proliferación de vicios éticos tan mortíferos como el odio, la envidia, la
maledicencia, la calumnia, la avaricia o el orgullo.
Nos da la impresión de que denunciar la maldad
que encierran algunos comportamientos depravados de personajes públicos puede
sonar a consideraciones moralizantes y a sermones de piadosos predicadores,
pero el hecho cierto es que, en el fondo de esas acciones que devastan la
naturaleza, en las raíces ocultas de las injusticias sociales, de la
siniestralidad laboral, de las calumnias con las que tratan de argumentar
algunos políticos, de las corrupciones administrativas y, por supuesto, en las
guerras internacionales, late un profundo vacío de esas virtudes que
constituyen los cimientos de la integridad personal, y palpita la ausencia de
esos valores que proporcionan cohesión a la estructura de las relaciones
sociales y que han de guiar las decisiones y los comportamientos políticos por
los senderos de la racionalidad.
Nos resulta fácil admitir el “mal de la
naturaleza” e, incluso, tenemos cierta propensión a concederle una influencia
determinante pero, por el contrario, constatamos una sorprendente resistencia a
reconocer que, en muchos rincones de nuestra sociedad y en capas profundas de
nuestras entrañas personales, se agolpan montones de podredumbre y depósitos
siniestros de maldad, ese veneno mortal que, inoculado en las arterias de este
organismo inhumano, malea las relaciones internacionales entre los pueblos y
provoca altercados políticos entre los partidos. La mayoría de los problemas
graves que, en estos momentos, tiene planteados nuestra sociedad exige que
revisemos unos valores morales que, de hecho, deberían fundamentar los
objetivos que los partidos pretenden alcanzar e, incluso, las estrategias que
emplean en sus actividades. Al lamentarnos del triste espectáculo que nos
ofrecen algunos políticos no nos sirven los calificativos con los que valoramos
los efectos devastadores de los fenómenos atmosféricos porque, en aquellos
casos, se trata de acciones humanas voluntarias, perpetradas por unos hombres
dedicados a la destrucción de otros.
José Antonio Hernández Guerrero
1 comentario:
Una de las causas de este desatino, probablemente, sea la de priorizar los resultados de nuestras acciones a corto plazo. Eso en lugar de visionar nuestro comportamiento con perspectiva y altura de miras.
Si comprendiéramos que somos aves de paso —que decía mi difunta madre—, todos seríamos más generosos, más humanos y más razonables.
Gracias José Antonio.
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