Vuelvo a mirar de nuevo la pulcritud de la mesa de
cristal; los trazos del peñón pintado sobre la tela de seda colgado en la
pared; el orden por colores y tamaños de las toallas; las entrañables
fotografías que se suceden en el marco digital. Aplico mi observación con
exactitud en cada detalle del moderno apartamento donde vive mi hijo a medida
que voy impregnándolo de buenos deseos. Me encuentro con menudencias y objetos
asombrosos de los nuevos tiempos que al intentar cogerlas las atravieso por no
ser yo de este mundo.
Nunca he dormido en sábanas de lino que tanto aprecian
las chicas que se acuestan con él. Lavadas y un poco almidonadas cada viernes
por Flora, que habla igual que limpia, de forma melodiosa, con acento propio de
los países del Este. Tampoco existía antes de mi muerte, el robot de cocina que
una vez programado se activa como una olla al fuego y, sin cocinero. ¡Qué
ingenio! Como el equipo de trabajo de mi hijo que no para de inventar
materiales químicos para mejorar el revestimiento de los edificios.
Hoy mi hijo ha dejado las persianas bajadas y con esta
penumbra he podido salir de ese diario que guarda en el cajón de la mesa. En él
escribió con nostalgia: “si pudieras estar aquí, y me vieras, madre, estarías
orgullosa de mí”. Como era su deseo me he obligado a quedarme unos días de
raciocinio en su casa; deambular como si volviera a caminar con las dos
piernas; darle compañía cuando lee antes de dormir, y mirarlo, mirarlo con
amor, pareciendo poder apartarle el pelo de la frente, o queriendo que sienta
el beso que le doy cuando regresa del trabajo o cuando se va a acostar. Su
textura y el calor de su cuerpo en el que penetro cuando lo abrazo es como un
recuerdo hecho realidad de color nacarado y olor a tomillo, pero inexistente si
salgo de esa intencionalidad imaginaria.
Sin embargo, me resulta novedoso este sentir que no
siento sino que presiento, mientras los golpecitos de lluvia en el cristal actúan
como teclas de un piano, que solivianta al vecino, que se ha puesto a correr
con su silla de ruedas como poniéndola a prueba. Antes asomé la cabeza traspasando
la pared y lo vi manejándose con destreza y armonía de la cama a la silla. Y
luego cómo se preparaba el desayuno. La lluvia ha debido de inquietarlo. Voy a
ver. Tiene como un circuito establecido.
Muy despejado el suelo y organizada la estancia. A su altura todo: los
interruptores, encimeras, microondas, colgadores. Está usando sus fuertes
brazos para rodar por un ocho espacial. Va y vuelve como en una carrera.
Alucino. Suda. Me gusta este tipo independiente y autónomo que hace deporte en
su casa. Muy bien. Volveré a verte luego, antes de marcharme, cuando entre de
nuevo en el diario de mi hijo, concretada en la palabra deseo.
Josefina Núñez
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