Antígona,
332 -375
Muchos
son los portentos:
nada
tan portentoso como el hombre.
Cruza
la blanca mar,
llevado
por los vientos procelosos,
en
medio de las olas prominentes
que
alrededor restallan.
Y
a la Tierra, más alta entre los dioses
-incorruptible,
infatigable-, agota
con
el rotante arado, año tras año,
laboreando
con caballerías.
Y
a las bandadas de volubles aves,
las
envuelve y apresa,
y
a los seres marinos,
y
al tropel de campestres animales
entre
las finas mallas de sus redes:
hombre
de claro ingenio.
Con
sus artes, domina y se apodera
del
animal que trepa por los montes,
del
corcel cuyo hirsuto cuello doma,
del
incansable toro montaraz.
La
palabra, el alado pensamiento,
el
sentido social de las naciones
aprende
por sí mismo,
y
a soslayar los dardos de la lluvia
rico
en recursos. Sin recursos, nunca
le
sorprenden los hados.
Sólo
contra la muerte,
jamás
vislumbra escapatoria alguna.
Aunque
sabe escapar
de
las enfermedades más tediosas.
Algo
sutil –la fuerza de su ingenio:
más
de lo imaginable-
ya
hacia el mal, ya hacia el bien le condiciona.
Si
une la ley terrena
la
justicia jurada de los dioses,
digno
sea en su patria.
Indigno
de su patria el que, arrastrado
por
la insolencia, vive en la injusticia.
Que
jamás tome asiento
junto
a mi hogar, ni mi sentir comparta
nunca quien tal hiciere.
Traducción
de Esteban Torre
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