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Elenamente entrañable
Sin duda, ha sido la lectura del artículo
que Elena Medel ha escrito sobre ella, el que me ha hecho recordar los últimos
versos leídos de Elena Martín Vivaldi,
y me dejaste sola
las manos abiertas
llanto desolado en las pupilas
(Cumplida soledad, 1958)
Frente a las láminas de cristal, mis dedos tendidos buscan
por reflejo, el táctil rostro de la llavecita de metal del librero. Hay que
adelantarla, como de costumbre, dos cuartos en la vuelta de su giro para que
salte el leve resorte y queden abiertas de par en par sus puertas de luna.
Asomados en su umbral poético, están las voces, tantas veces escuchadas, tantas
veces leídas como si fuese la vez primera: Emily Dickinson, John Keats, Edith
Holden, y, junto a El río de no cesa
de Pilar Paz, Serena de amarillos,
con su tapa impresa de hojas de color amarillo otoño, se aviene al estrecho
reencuentro con mis manos.
Tiene razón Elena Medel cuando dice que para conocer a Elena
Martín Vivaldi, es necesario adelantar la cuerda del tiempo en su sentido
vital, porque, sólo así, es posible seguirla hasta la orilla donde ella eligió
estar. Alejada de las demás pasiones del mundo, entregándose a su poesía en la
que iba vertiendo su contemplación del mundo, a medida que ella misma iba
buscando y hallando su propia identidad, crecían sus poemas como refiere García
Montero, “hilados con los hilos de su soledad y de su tristeza”.
Sin embargo, hay que tener muy presente que en la voz de
Elena Martín Vivaldi, la tristeza, si bien ha sido auspiciada por la
melancolía, no se ahoga en las ciénagas de las aguas estancadas de la
desesperanza. Siempre queda en los ojos de quien la lee, el impreso recuerdo de
un Reflejo de asombro, una hebra de
luz, color amarillo fosforescente por donde va deslizándose gota a gota la
vida. Como si este poemario fuese una singular clepsidra de agua en la que las
palabras van librando su largo aliento cogido en el tiempo y se fueran
condensando en gotas fértiles de rocío esparciéndose por su “jardín soñado y
afrutado”. El tiempo suspendido en su poesía le permite observar el brote suave
de la flor del melocotonero en el que son agrandados sus instantes para que
ella pueda contar los tilos, y en la largueza de sus horas mirar el azul
juanramoniano de las jacarandas, el vuelo de los pájaros y de las ramas de las
glicinias y donde resplandece su querido árbol ginkgo:
como llama
crece, arde, se
ilumina su sangre antigua.
Domina todo el aire rama a rama.
(Jardín amarillo. Pedro Garciarias. Cuadro pintado para el homenaje en el
centenario de Elena Martín Vivaldi.)
“Tú puedes huir del fondo de mi sueño, y evadirte,
de
la sincera magia del recuerdo imborrable”.
Anhelando estar de nuevo en el corazón del amado, para
reencontrar el sentido de su ser en la vida, despertó Penélope en la medianía
del siglo XX tras un largo sueño de casi treinta siglos. En la serenidad de
este despertar comprendió que su vida no había sido más que un sueño prestado
vivido en soledad. Comprendió que su afán por tejer la esperanza y destejerla
resignadamente sólo formaba parte del periplo de aventuras del héroe Ulises.
Fue entonces cuando decidió convertirse en “tejedora de sus propios sueños”,
como decía Buero Vallejo (1942).
El canto a la ausencia, al abandono de un amor incumplido,
deja de ser para la nueva Penélope como para Elena M. Vivaldi, la expresión de
un heroísmo femenino. El mito de la esperanza sempiterna, sublime, deja paso al
alma de una mujer de carne y hueso en la que tiene cabida la aceptación de una
vida equivocada y es entonces cuando la experiencia del dolor se inserta en la
cotidianeidad de una lección de verdad irrenunciable que nos da la vida. Es por
esto por lo que su experiencia amorosa en Elena no es un punto y aparte en su
vida; sino un punto y seguido del que brota una nueva esperanza, pero, qué duda
cabe, del que queda la impronta de una dureza envolvente en torno a su corazón:
“entre el hoy y el ayer, se endurece un suspiro”.
Es necesario para esta poeta, amputar “la espina dorada del
amor” porque clavada en un corazón sin espera, sólo mantiene la engañosa
esperanza de una plenitud ya imposible. A pesar de ello, logra que su poesía no
decaiga en el pesimismo: “aguardo en mí esa luz enternecida”, cubriendo así su
poesía de una serena esperanza.
Como “soledadedificada” la define García Montero cuando nos habla de su conocimiento de
Elena Martín Vivaldi, de la que recoge su carácter rompedor y refiere que,
sobrevivir a la vida misma, es hacerse de nuevo.
Continúa García Montero diciendo que la soledad para una
mujer de notable erudición, era una condición anunciada en el tiempo que le
tocó vivir, donde las fronteras de la situación femenina eran muy estrechas en
aquella Granada provinciana de la posguerra. “Tras su sonrisa escondía su lucha
a ultranza por su libertad personal y por su independencia”.
“El regreso del amado tarda mucho, tardará ya siempre”.
Esta soledad, que le ha sido impuesta, aceptada,
consolidada, se convierte en su única compañera y es para ella, Materia de esperanza (1968).
En las vísperas de otoño, cuando
los rayos de sol declinan, las hojas verdes se tiñen de los colores del
crepúsculo. Por entre los azules y verdes de su savia, se abren claros
amarillos por los que los rayos de sol rebotan en los ojos de quien mira. Tal
vez sea esta la causa de que la poesía de Elena Martín Vivaldi se comunique
prontamente de corazón a corazón. Serena
de amarillos recoge de la tradición romántica y modernista, la voz íntima
impregnada de la nostalgia de lo que nos es negado por el destino aun antes de
ser poseído. Casi rozamos en su lectura el dolor contenido en la mano que
escribe.
Su poesía reivindica una voz
amarilla porque amarillo es el símbolo de la presencia de la luz y a la vez de
su ausencia. Amarillo también es el color del amor y de la soledad. Solamente
del amarillo rebota el reflejo dorado de la esperanza.
Como el corazón reverdecido de una hoja amarilla que lucha
por su último no a la vida antes de dejarse desprender, Elena se revela y se aparta
del guión de la mujer de su tiempo.
Y la mirada de sus ojos, “unos
ojos sin necesidad de pupila miraban hacia dentro, tenían la misma melancolía y
una etérea aflicción”.
Aurora Romero
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