Club de Letras UCA (Cádiz, Jerez de la Frontera y Algeciras)
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miércoles, 5 de agosto de 2015

Elenamente entrañable





Sin duda, ha sido la lectura del artículo que Elena Medel ha escrito sobre ella, el que me ha hecho recordar los últimos versos leídos de Elena Martín Vivaldi,

y me dejaste sola
las manos abiertas
llanto desolado en las pupilas

(Cumplida soledad, 1958)



Frente a las láminas de cristal, mis dedos tendidos buscan por reflejo, el táctil rostro de la llavecita de metal del librero. Hay que adelantarla, como de costumbre, dos cuartos en la vuelta de su giro para que salte el leve resorte y queden abiertas de par en par sus puertas de luna. Asomados en su umbral poético, están las voces, tantas veces escuchadas, tantas veces leídas como si fuese la vez primera: Emily Dickinson, John Keats, Edith Holden, y, junto a El río de no cesa de Pilar Paz, Serena de amarillos, con su tapa impresa de hojas de color amarillo otoño, se aviene al estrecho reencuentro con mis manos.


Tiene razón Elena Medel cuando dice que para conocer a Elena Martín Vivaldi, es necesario adelantar la cuerda del tiempo en su sentido vital, porque, sólo así, es posible seguirla hasta la orilla donde ella eligió estar. Alejada de las demás pasiones del mundo, entregándose a su poesía en la que iba vertiendo su contemplación del mundo, a medida que ella misma iba buscando y hallando su propia identidad, crecían sus poemas como refiere García Montero, “hilados con los hilos de su soledad y de su tristeza”.


Sin embargo, hay que tener muy presente que en la voz de Elena Martín Vivaldi, la tristeza, si bien ha sido auspiciada por la melancolía, no se ahoga en las ciénagas de las aguas estancadas de la desesperanza. Siempre queda en los ojos de quien la lee, el impreso recuerdo de un Reflejo de asombro, una hebra de luz, color amarillo fosforescente por donde va deslizándose gota a gota la vida. Como si este poemario fuese una singular clepsidra de agua en la que las palabras van librando su largo aliento cogido en el tiempo y se fueran condensando en gotas fértiles de rocío esparciéndose por su “jardín soñado y afrutado”. El tiempo suspendido en su poesía le permite observar el brote suave de la flor del melocotonero en el que son agrandados sus instantes para que ella pueda contar los tilos, y en la largueza de sus horas mirar el azul juanramoniano de las jacarandas, el vuelo de los pájaros y de las ramas de las glicinias y donde resplandece su querido árbol ginkgo:


como llama

crece, arde, se

ilumina su sangre antigua.

Domina todo el aire rama a rama.


 
 (Jardín amarillo. Pedro Garciarias. Cuadro pintado para el homenaje en el centenario de Elena Martín Vivaldi.)


“Tú puedes huir del fondo de mi sueño, y evadirte,                                         
de la sincera magia del recuerdo imborrable”.


Anhelando estar de nuevo en el corazón del amado, para reencontrar el sentido de su ser en la vida, despertó Penélope en la medianía del siglo XX tras un largo sueño de casi treinta siglos. En la serenidad de este despertar comprendió que su vida no había sido más que un sueño prestado vivido en soledad. Comprendió que su afán por tejer la esperanza y destejerla resignadamente sólo formaba parte del periplo de aventuras del héroe Ulises. Fue entonces cuando decidió convertirse en “tejedora de sus propios sueños”, como decía Buero Vallejo (1942).


El canto a la ausencia, al abandono de un amor incumplido, deja de ser para la nueva Penélope como para Elena M. Vivaldi, la expresión de un heroísmo femenino. El mito de la esperanza sempiterna, sublime, deja paso al alma de una mujer de carne y hueso en la que tiene cabida la aceptación de una vida equivocada y es entonces cuando la experiencia del dolor se inserta en la cotidianeidad de una lección de verdad irrenunciable que nos da la vida. Es por esto por lo que su experiencia amorosa en Elena no es un punto y aparte en su vida; sino un punto y seguido del que brota una nueva esperanza, pero, qué duda cabe, del que queda la impronta de una dureza envolvente en torno a su corazón: “entre el hoy y el ayer, se endurece un suspiro”.


Es necesario para esta poeta, amputar “la espina dorada del amor” porque clavada en un corazón sin espera, sólo mantiene la engañosa esperanza de una plenitud ya imposible. A pesar de ello, logra que su poesía no decaiga en el pesimismo: “aguardo en mí esa luz enternecida”, cubriendo así su poesía de una serena esperanza.


Como “soledadedificada” la define García Montero cuando nos habla de su conocimiento de Elena Martín Vivaldi, de la que recoge su carácter rompedor y refiere que, sobrevivir a la vida misma, es hacerse de nuevo.


Continúa García Montero diciendo que la soledad para una mujer de notable erudición, era una condición anunciada en el tiempo que le tocó vivir, donde las fronteras de la situación femenina eran muy estrechas en aquella Granada provinciana de la posguerra. “Tras su sonrisa escondía su lucha a ultranza por su libertad personal y por su independencia”.




“El regreso del amado tarda mucho, tardará ya siempre”.


Esta soledad, que le ha sido impuesta, aceptada, consolidada, se convierte en su única compañera y es para ella, Materia de esperanza (1968).


En las vísperas de otoño, cuando los rayos de sol declinan, las hojas verdes se tiñen de los colores del crepúsculo. Por entre los azules y verdes de su savia, se abren claros amarillos por los que los rayos de sol rebotan en los ojos de quien mira. Tal vez sea esta la causa de que la poesía de Elena Martín Vivaldi se comunique prontamente de corazón a corazón. Serena de amarillos recoge de la tradición romántica y modernista, la voz íntima impregnada de la nostalgia de lo que nos es negado por el destino aun antes de ser poseído. Casi rozamos en su lectura el dolor contenido en la mano que escribe.


Su poesía reivindica una voz amarilla porque amarillo es el símbolo de la presencia de la luz y a la vez de su ausencia. Amarillo también es el color del amor y de la soledad. Solamente del amarillo rebota el reflejo dorado de la esperanza.


Como el corazón reverdecido de una hoja amarilla que lucha por su último no a la vida antes de dejarse desprender, Elena se revela y se aparta del guión de la mujer de su tiempo.


Y la mirada de sus ojos, “unos ojos sin necesidad de pupila miraban hacia dentro, tenían la misma melancolía y una etérea aflicción”.



Aurora Romero


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