El primer recuerdo nítido nace en una soleada mañana
de invierno, junto a la puerta de la cocina, trepando por el escalón que daba
al patio mientras trajinabas entre los cacharros de barro vidriado, lanzando coplas
con tu voz cálida a aquel viento de Solano gélido y cortante como la hoja de
una navaja. Deshaciendo por un instante aquella corriente heladora que al paso
por nuestra casa, se entretenía congelando los charcos, endureciendo como el
cartón a la ropa tendida y fabricando bloques de hielo flotantes sobre la pila
lavadero bajo la higuera.
Éramos pobres, aunque eso lo supe después, el año en
que encontramos la salida -Milagrosa- por donde escapamos de las garras de la
miseria que nos rondaba emboscada entre las callejuelas, los entresijos de una
educación ancestral-Inexistente más que mala- la inconsciente indolencia
paternal y la acechanza de un puñado de
turbios corazones tan fríos como el Solano de esa mañana y tan próximos,
como la carne o la sangre propias.
Yo no sabía nada de eso entonces, únicamente me
fijaba en la calidez de tu piel y en la luz con la que se encendían tus ojos al
mirarme. Era entonces cuando una sensación infinitamente confortable -Tan
placentera que aún no se ha inventado palabra para ella-, me invadía por todo mí
ser, inundándome de placidez y ternura. Sin lugar a dudas a tu lado era un niño
feliz.
Pasaron inviernos duros y secos de lunas llenas, villancicos
y aguinaldos, tardes plácidas y noches heladoras cargadas de melodías que me
hablaban de barcos, trenes y el agua, encendiendo mi imaginación infantil mecida
por el son de tu voz, ya acostado bajo las sábanas limpias y tu mano templada, que
rivalizaba en suavidad con la de los propios ángeles que claudicaban gustosos cediendo
el paso ante tu ternura y la bondad que emanaba de entre tus dedos.
Y por fin vencimos al invierno. Victoria con la que
llegaron los años de lucha tenaz y callada, firme y decidida que llenó nuestras
arcas de fortaleza y confianza al tiempo que se deshacía el conjuro de los
torvos corazones, vencidos y ajados llenos ahora de envidia sorda o mal
disimulada, mientras navegábamos protegidos por la sal de una tierra, tan
nuestra como antigua y acogedora.
Y vivimos junto al mar nuestro aliado, en cuya
orilla circulaban trenes y en cuyas aguas se contoneaban barcos de blancas
velas y esbeltas chimeneas y sobre ellos, gentes limpias y diversas junto a un
ramillete de oportunidades suficientes hasta la derrota final de la antigua
indolencia paternal reemplazada ahora por el oficio y el respeto que él se
merecía proveniente de un sinfín de almas compañeras y laboriosas paridoras de pantoques
y palmejares, riada vital de un astillero del que formó parte en justicia y en
dignidad.
Y tus ojos. Siempre tus ojos, tan azules como las
aguas de ese océano tan nuestro que nos envolvía levantando olas y espumas de
emoción al dejarse arrullar por las arenas templadas de nuestra playa con
nombre de Victoria, la misma en la que construíamos castillos infantiles que
luego reproducíamos ejerciendo como soberanos y arquitectos de nuestra propia
vida con la que encarábamos al futuro repletos de sensatez, sentido común y
ansias de superación.
Han pasado muchos inviernos a salvo del filo de la
navaja de aquel Solano, también muchas primaveras y muchos estíos muy lejos de
aquel calor abrasador dejado por la popa muchos años atrás. A cambio, quedamos confortados
aquí por la caricia de las suaves brisas del Poniente llegadas por donde el mar
se hace infinito, tras la línea nítida del horizonte, lejos, muy lejos de la
sequedad de la tierra adentro.
Ahora que ha llegado el otoño de la vida, luces en
tu semblante y en tu mente, la más maravillosa paleta de colores que jamás pudiera
imaginar el pintor más ducho e impresionista. Colores del alma y del intelecto
que relucen en ti compitiendo con los del propio arcoíris y que nos iluminan como
fuentes de tu sabiduría innata otrora reprimida y talada, y ahora, crecida infinitamente
más robusta que la vieja higuera junto a la pila y en cambio, como la del más robusto
roble repleto sabia liberada, la misma que emana de la fresca sombra de tu
presencia.
A mi madre Esperanza, por siempre mi esperanza.
Manuel Bellido Milla.
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