20.- Cultivar el espíritu
Para lograr un bienestar verdaderamente humano, además de disponer de
determinados recursos materiales, necesitamos disfrutar de ciertas condiciones
inmateriales. Además de las exigencias indispensables para llevar una vida individual
y familiar digna como, por ejemplo, la salud, la economía, la vivienda, el
trabajo, el descanso e, incluso, el ocio, es necesario que cultivemos otros
bienes que comúnmente denominamos “espirituales” como, por ejemplo, amar y
sentirnos amados, respetar y sentirnos respetados, escuchar y sentirnos
escuchados, esperar y sentirnos esperados, perdonar y sentirnos perdonados, entendernos
con los otros y sentirnos bien nosotros mismos.
Hemos de reconocer que, en este mundo tan ruidoso y tan agitado, nos
resulta difícil saborear esos regalos “inmateriales” que, además de hacernos
disfrutar, fortalecen nuestro espíritu y alimentan nuestro organismo. Por eso
buscamos reconfortantes espacios de reposo y reparadores tiempos de silencio en
los que, tranquilos, podamos nutrir nuestra vida con estos alimentos
sustanciosos y placenteros que atenúan las inquietudes y nos ayudan a
interpretar adecuadamente las voces de nuestros acompañantes y a encontrar las
palabras precisas que respondan a sus, a veces, ansiosas peticiones. Es en la
quietud y en el silencio donde podemos interpretar nuestras propias aspiraciones,
realizar nuevos proyectos y emprender ilusionantes actividades. Necesitamos unos
momentos de paz para pensar profundamente hacia dónde nos dirigimos y qué hemos
de hacer para renovarnos.
Es en la calma y en el sosiego donde podemos arrojar luz a esos complejos
problemas de la vida cotidiana que, a veces, nos abruman, trastornan el
equilibrio e impiden la armonía que buscamos. En resumen, podemos afirmar que, al
menos de vez en cuando, hemos de callar y escuchar las voces que, en lo
profundo de nuestras consciencias, nos indican las claves para aprovechar y
para disfrutar de la vida, para fijar con precisión nuestros destinos y para determinar
la ruta, la velocidad y el ritmo de nuestros
pasos.
José Antonio Hernández Guerrero
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