Club de Letras UCA (Cádiz, Jerez de la Frontera y Algeciras)
Director: Profesor de la UCA Dr. José Antonio Hernández Guerrero
Coordinación del blog:
Antonio Díaz González
Ramón Luque Sánchez

Contacto y envío de textos:
clubdeletras.uca@gmail.com


jueves, 25 de enero de 2018

A mi padre



Me resulta difícil reflejar con solo palabras la memoria de una vida, y mucho más, pretender hacerlo con acierto, y es que, alcanzo a comprender que una vida es algo tan inmenso, que a mi modo de ver trasciende al lenguaje, al papel, y mucho más a los recursos literarios del que escribe. Por eso, papá, intentaré recorrer contigo, si acaso algunas de nuestras vivencias en el ánimo de permanecer fiel a tu memoria sin ser traicionado por los filtros velados de las emociones ─las de entonces y las de ahora─ y por eso que llamamos recuerdos.

Recuerdo el tren de hojalata pintada, aquel que se tambaleaba girando en círculos infinitos mientras decaía su marcha al compás de la cuerda, la misma que nos traicionó aquella tarde fría en la que se rompió el muelle espiral, dejándonos con los ojos abiertos y descorazonados ante la tozudez del convoy pues, desde entonces, se negó en “redondo” a circular por los frágiles hilos de metal, dispuestos sobre la mesa revestida con sayuela bordada para cubrir el brasero de picón perfumado, donde me entretenía repintando el blanco y negro de aquellas fotos parisinas de la revista El Perpetuo Socorro tan releída por mamá.

Eran inviernos feroces de brasero y pasamontañas a la vuelta de la escuela, caja de polvorones de Rute y botella de coñac jerezano sobre la mesa traídas por ti desde la casa de la abuela. Noches de Radio Córdoba con canciones dedicadas y, noches en las que entonces no alcanzaba a comprender vuestro tapado trajín, el más bello y romántico que, como en un vals, bailabais cada noche en la cocina junto al infernillo de petróleo entre montañas de patatas fritas, bacalao seco, chorizos curados, huevos sacados del corral y cautelas de soslayo: a ver si nos mira el niño, mientras en la salita, el que escribe fantaseaba al borde del aburrimiento con un tropel de “indios” de plástico de colores vivos que, a base de pesetas hurtadas a la compra, mamá lograba amontonarme un día sí y casi otro también.

¿Te acuerdas de la DKV? ¿Cómo no ibas a acordarte? La furgoneta verde y misteriosa que al volver de Cañetede las Torres después realizar el reparto de naranjas o de tomates, cómplice junto a ti, sabía cómo ahorrar gasolina emprendiendo las cuestas abajo sin motor antes de llegar a la gigantesca báscula y la vieja romana que presidian la puerta del almacén junto a la plaza de abastos, entre aquellas montañas de papeles y la enorme pila de guías telefónicas con el nombre de todas las provincias junto al negro y vetusto teléfono de pared.

Y aquellas primaveras: floridas, pletóricas, cálidas y colmadas de esperanza como el nombre de mamá, con sus tardes fragantes en las que acudíamos a la ineludible cita con la ermita de Alharilla días antes de la romería en las que, apoyado en tus brazos, imaginaba conducir a la Isabelita, la moto legendaria de grave roncar que nos acogía a los tres sobre su lomo de negro y plata, cabalgando como orgulloso corcel sobre la estela polvorienta del camino hasta la aldea.

Cuantas veces recordar aquel verano en el que mis ojos niños descubrieron el mar cogido de tu mano, quedando para siempre prendado, y prendido de su inmensidad como atisbo de nuestro inmediato futuro en su hospitalidad y generosidad allá por tierras tan gaditanas como incógnitas. Fue en el retorno de aquel viaje a la vuelta de Torrox cuando el viejo Nissan, un día llegado del Japón, rompiera sus frenos en la bajada y, un ángel, nos tendiera su mano en mitad de aquella curva sobre el arroyo de la cuesta de El Soldado en mitad de una difusa alborada, donde a tropel, acudieron a ti o brotaron de ti todo un ejército de templanzas, valentías, firmezas y aplomos que nos salvaron a la tripulación y al cargamento, como a los buenos barcos bien gobernados después de un duro temporal, en el que a término, alcanzamos el deseado puerto de Porcuna, sita y señora reinante receptora sobre el antiguo cerro.

Y llegó el día. Antes de él, partiste como explorador en avanzadilla hasta la bahía, y a tu estela, toda una expedición comandada por todas las esperanzas. Tu Esperanza, nuestra madre. No fue fácil tal como suele suceder en cualquier empresa que se aventura en tierra incógnita, más sin embargo, nos esperaba cálida y acogedora frente al mar, junto al océano rodeados de almas compañeras paridoras de escobenes y carlingas, quillas y palmejares, codastes, tamboretes, trancaniles, polines y buzardas… que, con la inmensa fuerza de su lenguaje nuevo, llenaron nuestro entendimiento y nuestros corazones, entre los cueles el tuyo supo hacerse un lugar ganado a pulso inmerso en el ambiente dicharachero y fabril característico de todo un pueblo: el tuyo, del que ya siempre formaste parte en empeño, en convicción y en derecho y, del que brotamos tus hijos dignos herederos de tu enseñanza renacida y mostrada día tras día con tus silencios y con tu ejemplo. No puede existir mayor coherencia en el mundo.

No fueron fáciles los días en que hubimos de combinar las exigencias del aprendizaje del duro oficio con las trigonometrías y las fracciones reducidas en la Escuela de Maestría Industrial llegada la tarde, tampoco para ti resultó fácil sortear aquel vendaval de planchas de acero para los dobles fondos junto al taller de bloques planos en mitad de mi adolescencia, quizá la etapa más intensa del temporal, ribeteado con aquellos almuerzos en el comedor colectivo sin más alternativa que la fiambrera, el infernillo sobre el suelo, y el sótano de la central veintiocho, nuestro refugio, al fin y al cabo nuestro refugio.

Tiempo de reencuentros por Navidad y vueltas a la pelea por lo cotidiano, siempre buscando el Sur en el que te reafirmabas a cada paso, sereno y seguro, orgulloso al vernos crecer a mi hermana y a mí mientras afrontabas la contienda más épica y gloriosa que puede encarar un hombre: la de vencerse a sí mismo y a sus circunstancias. De eso y de tu inagotable amor por tu Esperanza; nuestra madre, puedes quedar seguro de mi admiración allí donde estás: donde estés, pues, fui testigo de lo uno y de lo otro hasta la batalla final, esa que libraste a la hora de decirnos adiós y, donde demostraste sobradamente, la gallardía, la altura y la entera condición de un hombre que supo mirar a la vida con respeto y filosófico desdén, afrontando su hora con esa serenidad que suele hacer temblar a la mismísima parca.


Manuel Bellido Milla.

No hay comentarios:

Las opiniones vertidas en las publicaciones de este blog son responsabilidad exclusiva de cada firmante.