Me
resulta difícil reflejar con solo palabras la memoria de una vida, y mucho más,
pretender hacerlo con acierto, y es que, alcanzo a comprender que una vida es
algo tan inmenso, que a mi modo de ver trasciende al lenguaje, al papel, y mucho
más a los recursos literarios del que escribe. Por eso, papá, intentaré
recorrer contigo, si acaso algunas de nuestras vivencias en el ánimo de permanecer
fiel a tu memoria sin ser traicionado por los filtros velados de las emociones ─las
de entonces y las de ahora─ y por eso que llamamos recuerdos.
Recuerdo
el tren de hojalata pintada, aquel que se tambaleaba girando en círculos
infinitos mientras decaía su marcha al compás de la cuerda, la misma que nos
traicionó aquella tarde fría en la que se rompió el muelle espiral, dejándonos
con los ojos abiertos y descorazonados ante la tozudez del convoy pues, desde
entonces, se negó en “redondo” a circular por los frágiles hilos de metal,
dispuestos sobre la mesa revestida con sayuela bordada para cubrir el brasero de
picón perfumado, donde me entretenía repintando el blanco y negro de aquellas fotos
parisinas de la revista El Perpetuo
Socorro tan releída por mamá.
Eran
inviernos feroces de brasero y pasamontañas a la vuelta de la escuela, caja de
polvorones de Rute y botella de coñac jerezano sobre la mesa traídas por ti desde
la casa de la abuela. Noches de Radio Córdoba con canciones dedicadas y, noches
en las que entonces no alcanzaba a comprender vuestro tapado trajín, el más bello
y romántico que, como en un vals, bailabais cada noche en la cocina junto al
infernillo de petróleo entre montañas de patatas fritas, bacalao seco, chorizos
curados, huevos sacados del corral y cautelas de soslayo: a ver si nos mira el
niño, mientras en la salita, el que escribe fantaseaba al borde del
aburrimiento con un tropel de “indios” de plástico de colores vivos que, a base
de pesetas hurtadas a la compra, mamá lograba amontonarme un día sí y casi otro
también.
¿Te
acuerdas de la DKV? ¿Cómo no ibas a acordarte? La furgoneta verde y misteriosa
que al volver de Cañetede las Torres después realizar el reparto de naranjas o
de tomates, cómplice junto a ti, sabía cómo ahorrar gasolina emprendiendo las cuestas
abajo sin motor antes de llegar a la gigantesca báscula y la vieja romana que
presidian la puerta del almacén junto a la plaza de abastos, entre aquellas
montañas de papeles y la enorme pila de guías telefónicas con el nombre de
todas las provincias junto al negro y vetusto teléfono de pared.
Y
aquellas primaveras: floridas, pletóricas, cálidas y colmadas de esperanza como
el nombre de mamá, con sus tardes fragantes en las que acudíamos a la
ineludible cita con la ermita de Alharilla días antes de la romería en las que,
apoyado en tus brazos, imaginaba conducir a la Isabelita, la moto legendaria de grave roncar que nos acogía a los
tres sobre su lomo de negro y plata, cabalgando como orgulloso corcel sobre la
estela polvorienta del camino hasta la aldea.
Cuantas
veces recordar aquel verano en el que mis ojos niños descubrieron el mar cogido
de tu mano, quedando para siempre prendado, y prendido de su inmensidad como
atisbo de nuestro inmediato futuro en su hospitalidad y generosidad allá por
tierras tan gaditanas como incógnitas. Fue en el retorno de aquel viaje a la
vuelta de Torrox cuando el viejo Nissan, un día llegado del Japón, rompiera sus
frenos en la bajada y, un ángel, nos tendiera su mano en mitad de aquella curva
sobre el arroyo de la cuesta de El Soldado en mitad de una difusa alborada,
donde a tropel, acudieron a ti o brotaron de ti todo un ejército de templanzas,
valentías, firmezas y aplomos que nos salvaron a la tripulación y al
cargamento, como a los buenos barcos bien gobernados después de un duro
temporal, en el que a término, alcanzamos el deseado puerto de Porcuna, sita y
señora reinante receptora sobre el antiguo cerro.
Y
llegó el día. Antes de él, partiste como explorador en avanzadilla hasta la
bahía, y a tu estela, toda una expedición comandada por todas las esperanzas.
Tu Esperanza, nuestra madre. No fue fácil tal como suele suceder en cualquier empresa
que se aventura en tierra incógnita, más sin embargo, nos esperaba cálida y
acogedora frente al mar, junto al océano rodeados de almas compañeras paridoras
de escobenes y carlingas, quillas y palmejares, codastes, tamboretes,
trancaniles, polines y buzardas… que, con la inmensa fuerza de su lenguaje
nuevo, llenaron nuestro entendimiento y nuestros corazones, entre los cueles el
tuyo supo hacerse un lugar ganado a pulso inmerso en el ambiente dicharachero y
fabril característico de todo un pueblo: el tuyo, del que ya siempre formaste
parte en empeño, en convicción y en derecho y, del que brotamos tus hijos
dignos herederos de tu enseñanza renacida y mostrada día tras día con tus
silencios y con tu ejemplo. No puede existir mayor coherencia en el mundo.
No
fueron fáciles los días en que hubimos de combinar las exigencias del aprendizaje
del duro oficio con las trigonometrías y las fracciones reducidas en la Escuela
de Maestría Industrial llegada la tarde, tampoco para ti resultó fácil sortear aquel
vendaval de planchas de acero para los dobles fondos junto al taller de bloques
planos en mitad de mi adolescencia, quizá la etapa más intensa del temporal, ribeteado
con aquellos almuerzos en el comedor colectivo sin más alternativa que la
fiambrera, el infernillo sobre el suelo, y el sótano de la central veintiocho,
nuestro refugio, al fin y al cabo nuestro refugio.
Tiempo
de reencuentros por Navidad y vueltas a la pelea por lo cotidiano, siempre
buscando el Sur en el que te reafirmabas a cada paso, sereno y seguro, orgulloso
al vernos crecer a mi hermana y a mí mientras afrontabas la contienda más épica
y gloriosa que puede encarar un hombre: la de vencerse a sí mismo y a sus
circunstancias. De eso y de tu inagotable amor por tu Esperanza; nuestra madre,
puedes quedar seguro de mi admiración allí donde estás: donde estés, pues, fui
testigo de lo uno y de lo otro hasta la batalla final, esa que libraste a la
hora de decirnos adiós y, donde demostraste sobradamente, la gallardía, la
altura y la entera condición de un hombre que supo mirar a la vida con respeto
y filosófico desdén, afrontando su hora con esa serenidad que suele hacer temblar
a la mismísima parca.
Manuel
Bellido Milla.
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