Parece complejo compatibilizar dos cuestiones que en
cierta manera están presentes en nuestra existencia: la primera, parte de la
premisa de que efectivamente el ser humano evoluciona como ser vital pensante, que
aprende efectivamente en ese camino, generación tras generación, como en una
senda de superación evolutiva, que afecta o debería afectar al fondo y las
formas de su comportamiento, mucho más allá de los avances tecnológicos, los logros
científicos o las coyunturas estéticas.
La otra, es la constatación de aquellos reductos
inamovibles, bastiones de pensamiento, ideologías o creencias de todo tipo que,
al aparecer en escena como completas, tienen vocación de ser intocables o sagradas
y, claro está: perfectas en esencia.
En el primer caso, no parecería muy sensato que
aceptáramos los procesos evolutivos ¾el
progreso podría ser una consecuencia¾
sin más; abrazándolos de forma incontestable como creyentes de su incuestionable
bondad y, por tanto, entrando, tal vez sin pretenderlo, en el terreno del las
creencias y los reductos del pensamiento inamovible.
En el segundo caso, aferrarse a la tradición sin más
y, pretender proyectar hacia el futuro las recetas del pasado sin ni siquiera
plantearse su mejora, bajo la premisa de que están bien ¾son de toda la vida¾ y por tanto intocables, nos conduce a
la renuncia de su mejora, y esto, puede ser una torpeza que podría calificarse
“contra natura”, pues, parece contravenir las propias leyes de Universo en el no
parece existir la perfección, donde nada es exacto y, mucho menos inamovible.
Observando la naturaleza podemos aprender que el ser
vivo que no es capaz de evolucionar, perece, como se extingue también el que
equivoca el camino de su propia evolución y, en este último caso; entiendo que
entre esos seres, está precisamente el hombre que, como ser “inteligente” se
supone que tiene alguna capacidad lúcida para determinar la dirección de su
propio destino.
Muchas veces, al emprender un camino hemos tenido que
desperezarnos y ponernos en marcha sacudiéndonos el letargo que nos ofrece el
descanso bajo la sombra de una encina, abandonando esa zona de confort ¾autocomplacencia¾ para seguir la andadura y; por el
contrario, también, otras veces hemos tenido que rectificar ¾autocrítica¾ y modificar la trayectoria de nuestros
pasos.
Quizá, para salir de esta especie de dicotomía, deberíamos
tomar como objetivo colectivo en su más amplio sentido, una cuestión que
también nos enseña la naturaleza, y esta es, la de la búsqueda del equilibrio y
la armonía con nosotros mismos y con nuestro hábitat, en contrapunto al
estancamiento pertinaz o a la inquebrantable fe en aquellos pensamientos que lo
fían todo a la inmoderación del cambio en ausencia de reposo y reflexión.
¿No parece que lo más probable, es que de nuevo,
Aristóteles esté acertado cuando habla de la virtud y el término medio?
Manuel Bellido Milla.
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