Según afirman algunos
psicólogos sociales, en cada grupo constituido por, al menos, cuatro personas,
suele haber un miembro que encarna el papel de “gracioso”. Es el que a todo le
saca punta; es el que ironiza, ridiculiza y, en expresión más vulgar, “se
cachondea” de todo lo humano y lo divino. Se siente en la obligación de
hacernos reír para aliviarnos del peso de los asuntos serios, para disminuir
nuestras preocupaciones y nuestros temores, pero, a veces, sólo actúa impulsado
por la necesidad de llamar la atención o de disimular sus problemas familiares
o sus fracasos profesionales. El procedimiento que suelen usar es el de cambiar
de significado a las palabras, descontextualizar los episodios y, sobre todo,
exagerar los comportamientos.
Aunque es cierto que el
humor constituye un recurso que se ha empleado de forma interrumpida en los
diferentes lenguajes artísticos y, de manera más intensa, en la literatura, no
sólo con la intención de divertir, sino también con el fin de educar, también
es verdad que, si no se emplea de manera controlada, puede hacer un daño
notable al destinatario, al objeto e, incluso, al sujeto que la utiliza.
El humor es uno de esos
condimentos que, si no lo administramos con cuidado y se nos va la mano,
estropea cualquier menú elaborado con delicados manjares. Recuerden que la
palabra “sátira” se deriva del latín satura, ‘mezcla’ o ‘plato
colmado’, y se relaciona con el adverbio satis, también
latino, que significa ‘bastante’. Por eso todos los autores clásicos siguiendo
a Horacio aconsejan la mesura, la prudencia e, incluso, la sobriedad en el uso
de las “gracias”, de la misma manera que en el empleo de la sal, de la pimienta
y del vinagre. Él era un satírico sereno, que prefería comentar "con una
sonrisa", sobre todo, los excesos sexuales y las conductas groseras. En
contraste con su amable burla encontramos el humor cáustico de su contemporáneo
Juvenal, quien, a través de 16 sátiras en verso, fustiga los vicios de la
sociedad urbana de Roma y los opone a la tranquilidad y a la honradez de la
vida campesina.
El abuso de este eficaz
procedimiento psicológico que cumple la función de aligerar el peso de las
ocupaciones cotidianas, aliviar la intensidad de las presiones psicológicas y
relajar la tensión de los conflictos sociales hace que llegue a ser una
desagradable tortura: el lenitivo, el analgésico o el euforizante se convierten
en perniciosa y desagradable droga.
Si no usamos el humor de
manera controlada, corremos el peligro de banalizar las cuestiones importantes,
desdramatizar los episodios dramáticos y desacralizar hechos sagrados. Su
abuso, por lo tanto, tiene unas consecuencias negativas porque disuelve,
destruye y, a veces, aniquila. Es una herramienta de precisión que hemos de
manejar con habilidad y con tacto porque, de lo contrario, se convierte en arma
mortífera; es una medicina que, si no la dosificamos, nos envenena.
Por eso hemos de
librarnos de los graciosos, porque, con sus bromas permanentes e inoportunas,
desgracian empresas nobles logradas tras denodados esfuerzos, ridiculizan
gestos dignos que enaltecen a los seres humanos, trivializar principios morales
en los que se apoyan el crecimiento humano, el progreso social, la convivencia
pacífica y, en resumen, el bienestar personal y colectivo. Reírse, por ejemplo,
de los que, por tomar en serio la vida, entregan su tiempo a mejorar las
condiciones de la existencia de los que sufren es una aberración, pero mucho
más perverso es, sin duda, hacer chistes fáciles a costa de los seres humanos
que padecen deformaciones corporales o trastornos psicológicos. ¿No es verdad
que el humor, a veces, es una manera burda o sutil de hacer daño a las personas
más indefensas?
José Antonio Hernández Guerrero
1 comentario:
Al hilo de las interesantes reflexiones que nos ofrece José Antonio, nuestro profesor, me vienen algunas preguntas, cuya respuesta, imagino, nos induce a alguna acción:
• ¿Qué hacer con quien se burla, desprecia o ignora el trabajo bien hecho y prefiere escuchar la bufonada del ignorante?
• ¿Cómo actuar con quien se adhiere al chascarrillo facilón para descalificar o ridiculizar al que se esfuerza por ser honesto?
• ¿Cómo tratar a los que detestan el esfuerzo y banalizan con chanzas una obra loable?
• ¿Qué estrategia seguir en mitad de la vulgaridad, la incontinencia o las bobadas, mucho más, cuando éstas nos llegan difundidas desde tribunas públicas?
Modestamente, solo tengo una receta que no surte efecto inmediato, que puede ser costosa y, que requiere mucho y continuado esfuerzo, aunque, bien empleada, es muy eficaz: la educación, la buena educación.
Publicar un comentario