El progresivo
distanciamiento que se está produciendo entre los partidos políticos españoles
más importantes tiene su origen en la pérdida de confianza mutua y constituye,
en mi opinión, un hecho grave que puede arrastrar consecuencias imprevisibles
para el conjunto del país. Pienso que es urgente que, sin necesidad de abdicar
de las convicciones propias, se regenere cuanto antes ese clima de confianza
que es imprescindible para restablecer el diálogo y para restaurar la
colaboración que constituyen la esencia de la convivencia y de la democracia.
Unos y otros han de considerarse interlocutores dignos de respeto y de
credibilidad, y, en sus relaciones, han de partir del supuesto explícito de que
todos, aunque por caminos diversos e incluso equivocados, persiguen las mismas
metas como, por ejemplo, el cese de la violencia y de la corrupción, el
establecimiento de la paz plena y de la igualdad de derechos, y la protección
de la libertad, de la justicia y de la convivencia solidaria.
Es
ineludible, sobre todo, que unos y otros concedan a los adversarios la misma
presunción de lealtad que exigen para ellos: sin esta premisa es imposible,
ineficaz y contraproducente todo trato humano. El punto de apoyo de todas las
relaciones humanas es la confianza; sin ella son imposibles la vida familiar,
la cooperación ciudadana, el funcionamiento de las asociaciones culturales o
religiosas, las transacciones económicas, las relaciones sociales, los acuerdos
políticos, la amistad e, incluso, la paz individual.
Hemos de
tener en cuenta que la confianza, esa seguridad subjetiva de que no nos engañan
las personas con las que convivimos, aunque a veces se equivoquen, tiene su
fundamento último, no en la indefectibilidad moral absoluta, sino en la
honradez que consiste, sobre todo, en la voluntad de no engañar con las
palabras o con los comportamientos, y en el reconocimiento sereno de los fallos
y de los errores, si estos se producen. Para generar confianza no es necesario
que seamos perfectos, pero sí que seamos honestos y que nuestras intenciones no
sean perversas. Sólo podemos fiarnos de los que tienen palabra y de los que
cumplen las promesas, sólo nos sentimos tranquilos ante los que confiamos que
no nos harán daño y ante los que, en situaciones de peligro, nos protegerán.
Pero, a
veces, la desconfianza puede tener su origen en un síndrome de inseguridad
personal, en esa sensación incontrolada de que los demás se van a aprovechar
de nosotros. Estos “suspicaces desconfiados”, que siempre están
pendientes de las malas intenciones de los demás, malinterpretan,
incluso, los piropos y los halagos. Es posible que, en gran medida, la falta de
confianza en los otros revele también una enfermiza desconfianza en sí mismos.
Estos desconfiados no están
de acuerdo con Miguel de Cervantes quien piensa que la única manera de soportar y de
sobrellevar esta vida es confiando en
las personas, aunque, a veces, nos fallen. Propongo que, sin caer en la
bobalicona e ingenua credibilidad y en contra del dicho popular, afirmemos
“piensa bien y acertarás”.
José Antonio Hernández Guerrero
1 comentario:
No sé si valdrá como indicador de la situación expuesta por el profesor, una conversación de esas que se sostienen a veces en el taxi camino del hotel o el aeropuerto y que, en este caso refleja hasta qué punto llega la desconfianza en el semejante, y por extensión en nosotros mismos, pues nosotros mismos somos el semejante desde la perspectiva del otro mientras, el otro y nosotros formamos o debíamos formar el cuerpo de un pueblo, una nación y, un anhelo de convivencia en paz y en libertad.
En este caso el taxista se refirió precisamente a Cervantes y quiso rememorar a Rinconete y a Cortadillo, confesándome después que no había leído la obra, lo que no le impidió extraer de ella su conclusión:
”Como decía Cervantes, España es un país de rinconetes y cortadillos y por eso el que no roba es porque le roban a él”.
Mi respuesta fue de que me apenaban profundamente Rinconete y Cortadillo, ya que se vieron lanzados a la calle sin otra opción que robar para subsistir a duras penas, pues, entre otras cosas, no tuvieron oportunidad de acudir a una escuela de aprendices en la que aprender un oficio con el que ganarse la vida honestamente y con el que ayudar a que su país fuese un lugar donde la vida se hiciera posible cultivando la virtud y la disciplina de una honesta profesión.
La cosa quedó ahí al paso por torre España y, el silencio se adueño del habitáculo del coche solo interrumpido por el mormullo madrileño de la calle O’Donnell en busca de la de Alcalá.
La despedida fue algo más que cortés, pues, en la cuesta de Santo Domingo, con el teatro Real al fondo de la calle, el taxista al depositar la vuelta sobre mi mano, me regaló una chispeante mirada de elocuencia, casi diría que de complicidad, o al menos así lo deseé yo, con la que nos despedimos en silencio cada uno a su quehacer.
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