En un principio, cuando la pandemia
era un vocablo no verbalizado porque se escondía, el uso de la mascarilla se
trató como una eventualidad que luego ascendió a complemento. Si hubo un
intento o una tendencia a la frivolización fue por la incertidumbre y el miedo
que se iban abriendo paso en la rutina. Los diseñadores empezaron a
comercializar las suyas con etiqueta y logo, bien por ser lo novedoso o bien
pensando en el futuro. La iniciativa no resultó lo esperado, porque pocos o
nadie estuvieron dispuestos a pagar más de cien euros por un complemento que no
deja de ser un trozo de tela con elásticos, sin garantía de protección. Aun así,
se vieron tapando las caras de los asiduos, de los fijos en las revistas, hasta
que un par de semanas más tarde las calles se vaciaron y las mascarillas se
guardaron, mientras que las otras, las reglamentarias, las genuinas se
agotaron.
La nueva normalidad, que vivimos con
la extrañeza de cualquier comienzo, no nos permite dejarlas a un lado y si la
olvidamos nos veremos obligados a pagar una multa. Nos lo hemos ganado, se oye.
Cierto y los irresponsables nos han regalado este trofeo a los cumplidores. No
nos vamos a repetir, acataremos e iremos contando al revés, restando días a un fin
muy lejano. Es así y para animar un poco el bajón, las mascarillas se alegran
con banderas, escudos, se les estampan colores vivos o bocas pintadas y
sonrientes, en fin, un muestrario para elegir. Las de diseño se han reinventado
bajando los precios, saliendo de sus tiendas, esperando a ser elegidas en los
expositores de los supermercados más conocidos y frecuentados por el
consumidor, que las mira con asombro por no ubicarlas en su medio habitual. En
el fondo es la oferta y la demanda, la venta y la compra, utilizando el momento
como cebo o como recurso para aprovecharlo.
La otra cara de esta moneda es bien
distinta: una fotografía tomada en un poblado africano a un grupo de niños
pequeños con mascarillas hechas de cartón y atadas con una guita. Al pie, una
leyenda que dice más por lo que no cuenta. Unas letras que pellizcan retorciendo
el alma, secando la boca. Una lección que nos hará pensar antes de quejarnos
por el daño de la goma tras las orejas o por el cansancio al respirar el aire
caliente. Un mensaje que nos hará callar antes de protestar por el
endurecimiento de esta medida. Unas palabras que intentan esconder otra,
reescalada, antes de que se verbalice con enjundia.
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