Ovidio
Metamorfosis , I, 89-112
La edad de oro
Vino en primer lugar la Edad de Oro,
que, sin garante alguno,
por sí sola, sin leyes,
procuraba lo justo y verdadero.
No existían castigos ni pavores,
ni grabadas en bronce
palabras de amenaza;
ni temían el rostro de sus jueces
las suplicantes turbas, pues estaban
tranquilas, sin garante.
Ningún pino, cortado
para explorar países extranjeros,
había descendido aún de los montes
a las límpidas aguas,
ni los mortales conocían playas
que no fueran las suyas.
Aún no estaban ceñidas las ciudades
por escarpados fosos,
y no existía el bronce, curvo o recto,
de trompas y trompetas,
ni cascos, ni puñales;
y, sin necesidad de gente armada,
podían cultivar sus dulces ocios,
sin inquietud, los pueblos.
Y hasta la misma tierra,
libre de cargas y jamás herida
por rastrillos y arados,
lo regalaba todo por sí sola.
Contentos con los frutos producidos
sin exigencia alguna,
tomaban las primicias del madroño,
las fresas de los montes,
las frutas del cornejo
las moras de los ásperos zarzales
y las bellotas que al azar caían
del ancho árbol de Júpiter.
Gozando de una eterna primavera,
los apacibles céfiros
con tibia brisa acariciaban flores
nacidas sin simiente.
Pero, además, la tierra producía,
sin labrar cereales;
y el campo, sin barbecho, emblanquecía
con espigas granadas.
Ya los ríos de leche serpenteaban,
ya los ríos de néctar,
y rubias mieles iban goteando
de la verdosa encina.
Traducción de Esteban Torre
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