Tras señalar la
importancia decisiva de los destinatarios en los procesos de escritura y de
lectura de los textos literarios, os propongo una sencilla reflexión sobre uno
de los rasgos que caracterizan el lenguaje literario. Me refiero a la “ambigüedad”
una propiedad que consiste en encerrar múltiples significados en una expresión.
Parto del supuesto de que
todas las realidades externas son signos cargados de diversos significados y,
por lo tanto, todos se prestan a diferentes interpretaciones.
El mar, el cielo, una montaña, un río, una ciudad, una
calle, un edificio, una puerta o una ventana, un sonido, una melodía, un ruido,
un silencio, un animal, un cuerpo humano, un rostro o unos ojos poseen
múltiples componentes, diferentes aspectos, que son considerados -“leídos”- de
maneras distintas.
La realidad -el mundo- se
convierte así en un campo fértil y cada objeto -cada cosa- es una semilla que,
adecuadamente cultivada por el poeta, florece y nos proporciona copiosos
frutos. Cada uno de estos objetos encierra múltiples significados. Dicen
“cosas” distintas, y cada persona las interpreta de manera personal y, también,
de forma diferente en las sucesivas ocasiones que los contemplen.
Si, por ejemplo, tras
asomarnos a la baranda de la Alameda para disfrutar de la vista de la Bahía,
preguntamos qué hemos visto, las respuestas serán distintas y, veces,
contrarias. Cada uno de nosotros habrá prestado atención a aspectos diferentes
tras captar, ordenar, combinar e interpretar los datos de forma personal,
dependiente de nuestra personalidad, educación, cultura y estados de ánimo.
Esta diferencia de
percepción se advierte con mayor claridad en las interpretaciones de los
episodios y de los comportamientos humanos porque en ellos intervienen factores
biológicos, temperamentales e ideológicos determinados por las experiencias que
han dejado sus huellas grabadas en el fondo de la conciencia o de la
inconciencia. Las páginas de opinión de los periódicos y las intervenciones de
los tertulianos en los programas radiofónicos y televisivos, y las discusiones
de los políticos en el Congreso de Diputados o en el Senado ponen de manifiesto
las diferentes maneras de ver, de interpretar y de juzgar un mismo hecho.
También hemos de tener en
cuenta la ambigüedad –plurisignificación- de las palabras. Si consultamos un
diccionario comprobaremos que cualquier término tiene varios significados.
“Comer”, por ejemplo, posee trece acepciones:
1. Masticar
y deglutir un alimento sólido,
2. Ingerir
alimento.
3. Producir
comezón física o moral a alguien.
4. Gastar,
corroer o consumir algo.
5. En
el ajedrez o en las damas, ganar una pieza al contrario,
6. Dicho
de la luz: Poner el color desvaído,
7. Disfrutar
o gozar alguna renta,
8. Tomar
la comida al mediodía,
9. Tomar
la cena,
10. Omitir alguna frase, sílaba, letra, párrafo
11. Gastar, consumir o desbaratar la hacienda, el
caudal
12. No hacer caso a una señal,
13. Llevar encogidas prendas como calcetines,
medias, etc., de modo que se van metiendo dentro de los zapatos.
El lenguaje literario
aprovecha esta riqueza significativa y, además, añade otros valores propios denominados “connotativos” constituidos por
los significados culturales, estéticos y emotivos. Distinguimos los
significados connotativos que están incrustados en la tradición literaria,
aquellos que, creados por autores clásicos definen una época o un estilo y se
siguen repitiendo a lo largo de la historia, y los originales de cada uno de
los escritores. Como ejemplos de los que caracterizan las diferentes periodos
puede verse el trabajo titulado “Los paisajes literarios” en la Biblioteca
Virtual Miguel de Cervantes
Del libro Los paisajes literarios, de José Antonio Hernández Guerrero
Accede a la publicación con un clic en la imagen
No hay comentarios:
Publicar un comentario