¿PARA
QUÉ ESCRIBIMOS? (3)
Por José Antonio Hernández Guerrero
Tras afirmar de manera
clara que la escritura es el espejo que refleja y proyecta nuestro yo más
íntimo, os advierto –queridas amigas y queridos amigos- que en este hecho
reside, además de su valores más importantes, sus mayores peligros. En la
escritura descubrimos nuestros rasgos más agradables y, también, nuestros
defectos más molestos: nuestros valores y nuestras carencias. En mi opinión, el
riesgo mayor reside en la falta de destreza para manejar los frenos que
controlan los comprensibles deseos de expresión, esas ansias, a veces
irrefrenables, de manifestar todo lo que pensamos, sentimos, deseamos, tememos,
amamos u odiamos. Los escritores podemos caer en la tentación de dejarnos
dominar por la vanidad y referirnos a nosotros mismos de una manera permanente
y exagerada.
Para que nuestros
escritos sean leídos es indispensable que establezcan conexión con los lectores,
es imprescindible que despierten su interés y mantengan su atención. Con este
fin es necesario que tratemos de ellos, de sus vidas, de sus interrogantes y de
sus problemas. Los lectores son -no lo olvidemos- interlocutores que, al leer, interpretan y reaccionan aceptando,
rechazando o, lo que es peor, abandonando la lectura. Ni el autor ni el asunto
son interesantes por sí solos sino por la conexión que establecen con los intereses de los lectores. Incluso
cuando éstos leen con interés una autobiografía del autor lo hacen porque
explica de alguna manera sus propias experiencias o porque el autor les
demuestra su confianza al confiarles unas vivencias personales.
Un escrito que no está
dirigido a un tú y que nada dice a las vidas o sobre las vidas de los lectores
no es “leído” en el sentido profundo
de esta palabra. La lectura, como he repetido en otras ocasiones, es alimento,
medicina y juego. Sirve cuando nutre, cura y hace disfrutar al lector, cuando
le ayuda a crecer, a sentirse bien consigo mismo y a pisar seguro en los suelos
movedizos de la imparable actualidad.
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