36.- Pasear
Este fin de semana –queridos amigos- me he limitado a dar un “paseo
gaditano”: he repetido ese recorrido circular que empieza en la Plaza de San Juan de Dios,
sigue por la calle Pelota, por la
Plaza de la
Catedral , por Compañía, por la Plaza de las Flores, por la calle
Columela, por El Palillero, San Francisco, calle Nueva, y termina nuevamente en
la Plaza de San
Juan de Dios.
En esta ocasión, mi propósito no ha sido cultural ni comercial: este
trayecto no me ha servido para repasar nuestra historia, no me he detenido bajo
los toldos del Corpus a contemplar esa mezcla de estilos neoclásico e isabelino
del suntuoso edificio de nuestro Ayuntamiento, ni me he sentado en uno de los
bancos para escuchar las campanadas de “El amor brujo”, esa melodía de Falla
con la que su reloj nos marca las horas. He pasado de largo por delante de la Catedral sin fijar mi
atención en su fachada para identificar cuales son sus elementos barrocos, sus
rasgos rococós y sus componentes neoclásicos.
Tampoco me he entretenido para disfrutar con la variedad de plantas que se
exhiben en esa encrucijada florida en la que desembocan las calles más
concurridas y comerciales de nuestra Ciudad y en la que, histriónicamente, se
luce la otra casa “colorá”, el corpulento edificio de Correos de estilo
regionalista con algunos matices modernistas. No me he parado ante los escaparates
deslumbrantes en los que se exponen los nuevos modelos de la moda de verano y los
últimos saldos de las rebajas del mes de junio.
Me he limitado a pasear tranquilamente observando los vestidos, los
andares, los gestos y las expresiones de los que por allí transitan y que,
presurosos, se dirigen a efectuar algunas compras o a realizar gestiones
burocráticas. Me ha llamado la atención de manera especial cómo el ritmo de los
que se acercan a esta plaza es sensiblemente diferente del de los que emprenden
el camino de regreso: ¿será verdad –me he preguntado- que la meta final de todos nuestros recorridos vitales sea regresar al
punto de partida?
Tengo la impresión de que
los sucesivos impulsos que experimentamos a lo largo de toda nuestra existencia
nos empujan, paradójicamente, para que regresemos al claustro materno, a
nuestro primer hogar, a nuestras primeras sensaciones y, en definitiva, al
alejamiento del mundo y al silencio, a la quietud y a la desaparición. Emprender el camino del regreso es una de las maneras, quizás
inevitables, de dirigirnos al futuro. Si penetramos en el fondo íntimo de nuestras
aspiraciones más profundas, podremos comprobar cómo permanecen agazapadas muchas
de las experiencias de nuestra niñez. Regresar al futuro es, más que una
ingeniosa paradoja, una explicación elemental del sentido de nuestros deseos.
En más de una ocasión me habéis preguntado –queridas amigas y
amigos- si la vida es un viaje en busca de un destino, una aventura hacia un
mundo desconocido o un mero paseo de recreo. Aprovecho esta oportunidad para
deciros que, en mi caso al menos, la vida es un recorrido esperanzado de
encontrarme con algunas de esas personas que, cómo vosotros, me revelan mi
propia imagen. Estoy plenamente convencido de que algunos encuentros encierran semillas
fecundas que, si las cultivamos con esmero, germinarán y nos proporcionarán
cosechas abundantes.
José Antonio Hernández Guerrero
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