Autobús de la época: https://twitter.com/jaenantiguo/status/508919020696133633
El bar no es muy grande, aunque en él quepa todo el pueblo,
eso lo demuestra el jaleo que brota por la puerta. Está anocheciendo. El día ha
sido duro para muchos, algunos a esa hora regresan del campo y se detienen un
momento a tomar un vino, recoger noticias, impresiones. Algún trato tras un
apretón de manos, el amago de una soleá. Varios grupos llevan allí toda la
tarde, sentados, jugando a las cartas y al dominó. Las humaredas del tabaco compiten
con las voces del tute y la blanca doble; los hay que entran y salen, otros en
la puerta hacen un aparte antes de marcharse. Todos hombres. En las paredes
algunas fotos del pueblo, el cartel de una bailaora: Córdoba 1935 feria de mayo,
dice; dos cuadros con motivos de caza sobre las ventanas, un taco de calendario
que adelgaza todos los días, un perchero largo que recorre la pared y un espejo
inclinado con la grafía del Anís Machaquito.
El dueño suele estar allí, aunque nunca sirve. Habla con
unos u otros. Con todos si es el caso. Su talante le empuja a ello. Hoy tiene
compañía. Se han sentado en su mesa de la esquina. No quiso aceptar la oferta del
casino. —Mejor en la taberna —le dijo. A la vista de todos, pensó. La
conversación se desenvuelve discreta entre el vocerío y el canturreo ahora por
martinetes.
¾Ese
carnet es para gente como nosotros. Tú lo sabes mejor que nadie —el tono es
persuasivo, pausado.
¾A
mí José Antonio me parece un buen hombre. Ya te lo digo. Pero de momento soy
jefe de policía al cargo de los municipales. Así que estoy para todo el mundo.
¾Hace
falta orden Manuel. Necesitamos personas como tú, gente de respeto.
¾No
te digo que no. Pero para hacer cumplir la ley a todo el mundo —el otro
permanece en silencio contrariado, no contaba con una negativa. Evalúa si debe
insistir o no. Manuel que lo observa amigable, le sigue hablando claro, sin
perder su sonrisa recia de siempre—. Si yo cojo ese carnet voy a dar un mal
ejemplo —el otro se yergue haciéndose el despechado—. Un jefe de policía tiene
que serlo de todos, y no de unos pocos, por encima de mi propia opinión.
¾No
me iras a decir…
¾Yo
digo lo que digo. Sin ofender a nadie —interrumpe sin mover las manos sobre la
mesa, sin elevar la voz, sin eludir la mirada.
¾¿Qué
vas a hacer entonces con lo del mitin? —el tono ha cambiado. El visitante no puede
evitar que en la pregunta se diluya un cierto sabor de advertencia. O de cosas
peores. Manuel capta el matiz sin inmutarse.
¾Haré
lo que tenga que hacer —con media sonrisa y todo el aplomo.
¾Bueno
hombre, está bien. Como tú quieras.
No se acaba la copa. El
visitante se echa para atrás en la silla, levanta el mentón, rehúye la mirada
de Manuel y consulta su reloj.
¾Creo
que es hora de volver a mi casa —dice con sequedad delatora. Sordamente
ofuscado. Manuel asiente tranquilo.
&
Dentro de una semana hay elecciones generales a
cortes. Son días en los que Manuel tiene mucho trabajo, ha dado su palabra al
aceptar el cargo, y se siente en la obligación, aún a costa de no atender bien sus
negocios. Las jornadas son muy largas en el Ayuntamiento. Escuchando a unos y a
otros, siempre tranquilo, empático, sin dejarse influenciar por las soflamas
incendiarias que le llegan, que pretenden influirlo, manejarlo. Manuel
distingue. Sabe hasta dónde llega la bondad de cada quien, y sabe que la
bondad, como la maldad, gustan camuflarse en el parapeto de las ideas. De
todas.
Los del mitin son miembros del Partido Comunista de
Jaén. Le han puesto un telegrama solicitando permiso para un acto en Porcuna. A
una semana de las elecciones. Revisada la solicitud, Manuel les ha concedido el
permiso. El sentimiento de escándalo que eso provoca entre ciertas personas del
pueblo es incontenible. —Una desvergüenza—dice el más ofendido. —Un sin Dios
—corea otro. —¿Qué se habrá creído este…? —repite el primero. —¿Hasta dónde
vamos a llegar? —tercia otro reflexivo. El más callado se hace cruces. Aunque
no lleguen a nada, todos se conjuran rabiosos.
Un día antes del acto Manuel habla con su amigo
Benito.
¾Mañana
recibimos a los del mitin en la carretera. Desde allí los escoltamos hasta el
cine—sus palabras caen despacio, como la lluvia fina, dejando que cimenten en
la cabeza de Benito—. Tu sitúa un par de guardias en la puerta hasta que
acaben. Para evitar problemas. Los demás no muy lejos. Después los llevamos hasta
Jaén —Manuel observa el encaje de sus palabras en el amigo.
¾Lo
que sea Manuel —dice el otro recontando los municipales disponibles de un día
para otro. De sábado a domingo.
Ya es de noche cuando termina el mitin. Manuel, Benito
y tres más, todos armados, llevan una hora escoltando al autobús de los
comunistas. Por delante, abriéndoles el paso. La marcha no pasa desapercibida
en la Cruz Blanca, donde hay dos coches esperando al autobús, junto a ellos,
varias personas alargan el cuello. Los ven y se quedan quietos. Nadie los sigue
ni los molesta en el camino, cuando regresan al pueblo es ya muy tarde. Mañana
hay que madrugar y todos se van a su casa a dormir.
Esa noche, mientras Manuel escolta a los de Jaén,
alguien habla más de la cuenta en su taberna de la Carrera.
¾De
mañana no pasa que Manuel tenga lo que se merece, ¿qué se habrá creído?
Policía… —escupiendo la palabra policía entre vapores de aguardiente.
¾¿Pero
qué estás diciendo?
¾Lo
que yo te diga…—esta vez ha subido el tono como para que se enteren los que
están cerca— Su merecido ¿te enteras?, que ya está bien de tanto comunista de
los cojones.
El borracho parlanchín está al tanto de una estratagema.
El diseño de un problema, abajo, en la fábrica del cruce de Arjonilla. El lunes
por la noche avisarán a Manuel de un robo en la fábrica. Él acudirá como
siempre, confiado. Allí pagará lo que debe por lo del mitin. Porque hay gente
que solo aprende a palos. Piensan. Media hora después, al salir de la taberna
el parlanchín, se encuentra con alguien de su confianza en la esquina de la farola.
¾Tienes
que irte ahora mismo a la redonda, por lo de mañana —ante la sorpresa del
borracho el otro aclara—. Hay novedades.
¾¿Ahora?
¾Ahora
mismo—en tono convincente.
En la redonda le salen dos al paso. Son de los que no
esperaba.
¾Ahora
nos vas a explicar que le vais a hacer a Manuel —lo coge por la pechera,
arrastrándolo contra la balaustrada.
¾Me
cago en Dios —dice el borracho con la navaja ya en la mano, aplacado al notar
el filo de otra en su cuello.
¾Despacito.
Lo vas a contar muy despacito —el borracho sabe que no es una broma. Los
vapores del aguardiente se evaporan de golpe, y la cabeza se le despeja más
lúcida que nunca.
Comienza a hablar ante la presión de la navaja. Ha
dicho los nombres, el sitio, la hora y hasta el dinero que le han dado. Lo que
no ha dicho es dónde esconde la Browning de 6,35mm. Los otros se dan por satisfechos
y lo sueltan.
¾Vete
para tu casa…—comienza uno a decir sin darle más tiempo a seguir.
El parlanchín se agacha por sorpresa, mete la mano en
el calcetín y coge la pistola. Todo muy deprisa. Dispara tembloroso y falla. Error
letal. En menos de un instante tiene clavada una navaja en la garganta. La
pistola, de una patada, sale volando precipicio abajo. El cuerpo cae inerte y
el silencio se hace dueño de la noche. Los otros se van despacio, cada uno por su
lado. A la mañana siguiente el sol descubre el cuerpo de un borracho matado a
navajazos. Cosas del mal vivir piensan todos.
Manuel Bellido Milla.
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