Canto I
Concilio de los dioses
Háblame, Musa, de aquel varón de multiforme
ingenio que, después de destruir la sacra ciudad de Troya, anduvo peregrinando
larguísimo tiempo, vio las poblaciones y conoció las costumbres de muchos
hombres y padeció en su ánimo gran número de trabajos en su navegación por el
ponto, en cuanto procuraba salvar su vida y la vuelta de sus compañeros a la
patria. Mas ni aun así pudo librarlos, como deseaba, y todos perecieron por sus
propias locuras. ¡Insensatos! Comiéronse las vacas del Sol, hijo de Hiperión; el
cual no permitió que les llegara el día del regreso. ¡Oh diosa, hija de
Júpiter!: cuéntanos aunque no sea más que una parte de tales cosas.
Ya en aquel tiempo los que habían podido escapar
de una muerte horrorosa estaban en sus hogares, salvos de los peligros de la
guerra y del mar; y solamente Ulises, que tan gran necesidad sentía de
restituirse a su patria y ver a su consorte, hallábase detenido en hueca gruta
por Calipso, la ninfa veneranda, la divina entre las deidades, que anhelaba
tomarlo por esposo. Con el transcurso de los años llegó por fin la época en que
los dioses habían decretado que volviese a su patria, a Ítaca, aunque no por
eso debía poner fin a sus trabajos, ni siquiera después de juntarse con los
suyos.
Y todos los dioses le compadecían, a excepción de
Neptuno, que permaneció constantemente airado contra el divinal Ulises hasta
que el héroe no arribó a su tierra.
Nota:
Os sugiero, queridas amigas y amigos, que, en silencio, leáis, releáis, imaginéis y escribáis sobre el contenido de este primer fragmento de la Odisea.
Cordialmente,
José Antonio Hernández Guerrero
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