Club de Letras UCA (Cádiz, Jerez de la Frontera y Algeciras)
Director: Profesor de la UCA Dr. José Antonio Hernández Guerrero
Coordinación del blog:
Antonio Díaz González
Ramón Luque Sánchez

Contacto y envío de textos:
clubdeletras.uca@gmail.com


jueves, 23 de abril de 2020

La escapada







La casa ha roto la vigilia en la primera noche silenciosa. Después de semanas. Solo un gallo viejo absuelto varias veces, sitúa su ronquera por encima del corral. Desde hace rato, la niñez de unos ojos orbita nerviosa en la oscuridad. El muchacho, conocedor del compás del gallo, calcula la secuencia del quejido, y se desliza de la cama sigiloso en el momento justo. Ninguno de sus hermanos compañeros de colchón se percata de la huida.

Baja las escaleras negociando con la protesta de los escalones, rivales de Morfeo. Abre el postigo del patio e invita a pasar la claridad de un disco de luna. Avanza de puntillas, los pies descalzos, el oído alerta, y la vista fija en la puerta. Gira el pomo y penetra entre los resuellos huéspedes. Tres estrellas clarean en la percha. Se queda mirándolas muy quieto, ve otras tres en la pechera sobre el galán de noche, y se reafirma en su propósito hacia la cómoda. Abre la pitillera y rebusca hasta encontrar el anillo de papel. Nunca había visto antes esa marca: La Flor de la Isabela, un tesoro importante para su colección. Un triunfo por el que merece la pena arriesgarse. No puede sacarlo, está muy pegado. Mira el movimiento del cuerpo roncador, y guarda su botín en el bolsillo del pijama. Sale al patio y entra en la cocina.

La chimenea no ha descansado en la noche. Al amparo del calor crepitante coge el puro, saca el anillo de papel y lo guarda en su chinero secreto. Piensa en devolver el filipino, pero esta vez la incursión le parece más peligrosa. Amanecer de la prudencia en su cabeza infantil. Lame el puro que llena de aspereza su lengua, y lo tira reflejo sobre la fuente de magdalenas. Aunque al mirarlo de nuevo lo piensa mejor. Se imagina con chaqueta y sombrero, un puro en la mano y una colección enorme de anillos con todas las marcas. Se acerca a la chimenea, muerde la boca del cilindro como lo ha visto hacer muchas veces, escupe sobre los rescoldos, coge un ascua con las tenazas de avivar, y enciende el cigarro con mucho cuidado. A las tres caladas, la tos y un mareo traicionero lo hacen sucumbir sobre la mesa de la cocina.

La madre es la primera que se levanta y descubre el abatimiento del coleccionista intrépido. Ella es una mujer resuelta que lo entiende todo. Mira a su hijo rendido, observa al culpable humeante sobre el tablero, se muerde los labios abortando una sonrisa, y tras un amago teatral de cachete en el culo; termina como siempre, abrazándolo con su eterna retahíla, esta vez con sordina de madrugada. —Jesús, Jesús, que niño este —alzando las pupilas hasta las vigas del techo, la cabeza del niño en su hombro. Secretamente satisfecha.

Mi padre impone respeto, eso lo sabemos todos mis hermanos. Así que antes de que aparezca, me tomo el tazón de leche migada, dos magdalenas y un trozo de chocolate. —Toma, para que se vaya el mareo —me dice mi madre alargándome el chocolate. Cojo más, para asegurarme que no vuelva, y salgo corriendo a la calle aprovechando que ella se agacha a recomponer la chimenea. Al salir me la encuentro sola. No hay nadie aparejando a los animales. Mis amigos no saldrán hasta que el sol rinda a los tejados. Sobre ellos. Ni siquiera se escuchan las trompetillas de los primeros panaderos.

El gallo se ha callado al comenzar unos truenos en otra calle. Lejanos. Sopeso la situación y, entre las explosiones y los cachetes de mi padre, elijo las explosiones. Tengo prohibido acercarme a ellas, nos lo avisó nuestra madre a todos mis hermanos, eso fue en el encierro antes de la toma de Porcuna. Después también. La tarde de mi Santo, cuando llegaron los nuestros, y hubo muchos tiros en la calle Alharilla, el día que mis padres abrieron las puertas, y tuvimos que darle dos gallinas a un moro que entró en la casa, cogiéndolas porque quiso, sin decir nada. —Que se las lleve, que se las lleve—dijo mi madre.

El moro era el que mandaba porque tenía un fusil y una granada. Aunque después mi padre habló con el de las estrellas, y el capitán apareció con el hombre para pedirnos perdón. —Es un buen muchacho. Un bereber de Larache con un par de cojones. Lo primero que hizo fue repartir las dos gallinas entre cristianos y moros —dijo el de uniforme—. Con los ojos dulces, le dieron al moro una docena de huevos que le alcanzó mi madre, mirándolo maternal, tomando con sus manos las del bereber. —Sucran, Sucran —habló nervioso sin mirar a mi madre ni quitarle el ojo a mi padre.

Los truenos llegan desde la Carrera. Antes de llegar allí veo unas llamas grandes en lo alto de un camión. Asomo la cabeza por encima del muro. El de la calle Torrubia. Me asusto. Veo unos cohetes chocar contra las casas, raseros por la calle y subiendo por el aire. Algo explota y me da un golpe en el oído. Huele muy fuerte. Me quedo un rato en cuclillas, contra el muro sin saber qué hacer. De vez en cuando me asomo para ver los cohetes salir del fuego. No veo a nadie en la calle ni en los balcones. Avanzo cuesta arriba y asomo la cabeza esperando que se acaben las llamas. Es mucho más divertido que los fuegos artificiales de la feria. Al rato empiezo a aburrirme y decido dar un rodeo por la calle Salas hasta el paseo de Jesús. Todo menos el regaño de mi padre por haber cogido el puro, pienso. Empiezo a recoger casquillos porque quiero hacer un tren, veo llegar otro camión con mucha gente subida. Me escondo. Ellos se ponen en fila, gritándose, igual que los artistas en el teatro ambulante. Juegan a buenos y malos. Como nosotros en la calle. Al sonar muchos fusiles a la vez, los de espaldas a la pared junto a la iglesia, caen al suelo. Cerca de allí han puesto al felipe y a la leona, dos cañones muy grandes que conocemos todos mis amigos. Un hombre que pasa me pregunta que yo de quién soy. Me asusto y salgo corriendo para mi casa con los bolsillos llenos de casquillos. Grito el nombre de mi padre pidiéndole auxilio mientras aprieto en mi carrera. Cuando llego mi madre está en la puerta. Nadie me regaña. Mi padre me sube en su rodilla. El capitán me pone la mano en el hombro y me dice que, si estudio mucho, podré ser un buen militar. Abre una caja de madera en la que hay muchos puros, y saca de ella una estampa grande de colores: La Flor de la Isabela, con las letras en un arco; Manila, rotulado al pie. Entre ambas una selva de palmeras y un lago que asombran mis ojos. Mi padre me revuelve el pelo con cariño y suelta: —Manuel, Manuel.


    
                 Manuel Bellido Milla.

No hay comentarios:

Las opiniones vertidas en las publicaciones de este blog son responsabilidad exclusiva de cada firmante.