La casa ha roto la vigilia en la primera noche
silenciosa. Después de semanas. Solo un gallo viejo absuelto varias veces, sitúa
su ronquera por encima del corral. Desde hace rato, la niñez de unos ojos orbita
nerviosa en la oscuridad. El muchacho, conocedor del compás del gallo, calcula la
secuencia del quejido, y se desliza de la cama sigiloso en el momento justo.
Ninguno de sus hermanos compañeros de colchón se percata de la huida.
Baja las escaleras negociando con la protesta de los escalones,
rivales de Morfeo. Abre el postigo del patio e invita a pasar la claridad de un
disco de luna. Avanza de puntillas, los pies descalzos, el oído alerta, y la
vista fija en la puerta. Gira el pomo y penetra entre los resuellos huéspedes.
Tres estrellas clarean en la percha. Se queda mirándolas muy quieto, ve otras tres
en la pechera sobre el galán de noche, y se reafirma en su propósito hacia la
cómoda. Abre la pitillera y rebusca hasta encontrar el anillo de papel.
Nunca había visto antes esa marca: La Flor de la Isabela, un tesoro
importante para su colección. Un triunfo por el que merece la pena arriesgarse.
No puede sacarlo, está muy pegado. Mira el movimiento del cuerpo roncador, y guarda
su botín en el bolsillo del pijama. Sale al patio y entra en la cocina.
La chimenea no ha descansado en la noche. Al amparo del
calor crepitante coge el puro, saca el anillo de papel y lo guarda en su
chinero secreto. Piensa en devolver el filipino, pero esta vez la incursión le
parece más peligrosa. Amanecer de la prudencia en su cabeza infantil. Lame el
puro que llena de aspereza su lengua, y lo tira reflejo sobre la fuente de magdalenas.
Aunque al mirarlo de nuevo lo piensa mejor. Se imagina con chaqueta y sombrero,
un puro en la mano y una colección enorme de anillos con todas las marcas. Se
acerca a la chimenea, muerde la boca del cilindro como lo ha visto hacer muchas
veces, escupe sobre los rescoldos, coge un ascua con las tenazas de avivar, y
enciende el cigarro con mucho cuidado. A las tres caladas, la tos y un mareo
traicionero lo hacen sucumbir sobre la mesa de la cocina.
La madre es la primera que se levanta y descubre el abatimiento
del coleccionista intrépido. Ella es una mujer resuelta que lo entiende todo. Mira
a su hijo rendido, observa al culpable humeante sobre el tablero, se muerde los
labios abortando una sonrisa, y tras un amago teatral de cachete en el culo; termina
como siempre, abrazándolo con su eterna retahíla, esta vez con sordina de
madrugada. —Jesús, Jesús, que niño este —alzando las pupilas hasta las vigas
del techo, la cabeza del niño en su hombro. Secretamente satisfecha.
Mi padre impone respeto, eso lo sabemos todos mis
hermanos. Así que antes de que aparezca, me tomo el tazón de leche migada, dos magdalenas
y un trozo de chocolate. —Toma, para que se vaya el mareo —me dice mi madre
alargándome el chocolate. Cojo más, para asegurarme que no vuelva, y salgo
corriendo a la calle aprovechando que ella se agacha a recomponer la chimenea. Al
salir me la encuentro sola. No hay nadie aparejando a los animales. Mis amigos no
saldrán hasta que el sol rinda a los tejados. Sobre ellos. Ni siquiera se
escuchan las trompetillas de los primeros panaderos.
El gallo se ha callado al comenzar unos truenos en
otra calle. Lejanos. Sopeso la situación y, entre las explosiones y los
cachetes de mi padre, elijo las explosiones. Tengo prohibido acercarme a ellas,
nos lo avisó nuestra madre a todos mis hermanos, eso fue en el encierro antes
de la toma de Porcuna. Después también. La tarde de mi Santo, cuando llegaron los
nuestros, y hubo muchos tiros en la calle Alharilla, el día que mis
padres abrieron las puertas, y tuvimos que darle dos gallinas a un moro que
entró en la casa, cogiéndolas porque quiso, sin decir nada. —Que se las lleve,
que se las lleve—dijo mi madre.
El moro era el que mandaba porque tenía un fusil y una
granada. Aunque después mi padre habló con el de las estrellas, y el capitán apareció
con el hombre para pedirnos perdón. —Es un buen muchacho. Un bereber de Larache
con un par de cojones. Lo primero que hizo fue repartir las dos gallinas entre cristianos
y moros —dijo el de uniforme—. Con los ojos dulces, le dieron al moro una
docena de huevos que le alcanzó mi madre, mirándolo maternal, tomando con sus manos
las del bereber. —Sucran, Sucran —habló nervioso sin mirar a mi madre ni
quitarle el ojo a mi padre.
Los truenos llegan desde la Carrera. Antes de llegar
allí veo unas llamas grandes en lo alto de un camión. Asomo la cabeza por
encima del muro. El de la calle Torrubia. Me asusto. Veo unos cohetes chocar
contra las casas, raseros por la calle y subiendo por el aire. Algo explota y me
da un golpe en el oído. Huele muy fuerte. Me quedo un rato en cuclillas, contra
el muro sin saber qué hacer. De vez en cuando me asomo para ver los cohetes
salir del fuego. No veo a nadie en la calle ni en los balcones. Avanzo cuesta
arriba y asomo la cabeza esperando que se acaben las llamas. Es mucho más
divertido que los fuegos artificiales de la feria. Al rato empiezo a aburrirme y
decido dar un rodeo por la calle Salas hasta el paseo de Jesús. Todo menos el
regaño de mi padre por haber cogido el puro, pienso. Empiezo a recoger casquillos
porque quiero hacer un tren, veo llegar otro camión con mucha gente subida. Me
escondo. Ellos se ponen en fila, gritándose, igual que los artistas en el
teatro ambulante. Juegan a buenos y malos. Como nosotros en la calle. Al sonar muchos
fusiles a la vez, los de espaldas a la pared junto a la iglesia, caen al suelo.
Cerca de allí han puesto al felipe y a la leona, dos cañones muy
grandes que conocemos todos mis amigos. Un hombre que pasa me pregunta que
yo de quién soy. Me asusto y salgo corriendo para mi casa con los bolsillos
llenos de casquillos. Grito el nombre de mi padre pidiéndole auxilio mientras
aprieto en mi carrera. Cuando llego mi madre está en la puerta. Nadie me regaña.
Mi padre me sube en su rodilla. El capitán me pone la mano en el hombro y me dice
que, si estudio mucho, podré ser un buen militar. Abre una caja de madera en la
que hay muchos puros, y saca de ella una estampa grande de colores: La Flor
de la Isabela, con las letras en un arco; Manila, rotulado al pie.
Entre ambas una selva de palmeras y un lago que asombran mis ojos. Mi padre me
revuelve el pelo con cariño y suelta: —Manuel, Manuel.
Manuel Bellido Milla.
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